En incontables casos el apodo predomina ante el nombre, al grado de negarlo por completo.
El viernes pasado iba caminando por la calle cuando escuché: ¡Chango! Acto seguido giré para encontrar a quien podría estarme llamando. Era una señora que en realidad llamaba a su gato. Fue inquietante, pues no supe si realmente era el nombre de la mascota, o así le decía, de la misma forma en la que acertaron a llamarme mis amigos a partir de la adolescencia.
Como posiblemente le ha sucedido a usted, respetable lector, me vino la pregunta: ¿Para qué gastan los futuros padres tanto tiempo escogiendo el nombre de sus engendros venideros? Sabemos que desde el mismísimo nacimiento habrá quien le llame de otra forma (nene, cuqui, tato, yaya, pero nunca por su nombre). También se entiende que llamarle a un bebé por su nombre puede resultar frío e incluso impersonal, aunque esto sea incongruente, pues el nombre tiene como principio identificarnos como personas. Seguro sería mal vista una madre que le dice a su bebe, “qué chulo ‘ta mi Pablo Francisco Aurelio”, en vez de “Qué lindo mi Paquito”.
Lo anterior puede ser uno de los orígenes de nuestra costumbre de usar apodos, sin embargo, investigando nombres prehispánicos, observé que el asunto es ancestral. Apuesto a que al eminente tlaxcalteca Totomalotecultioquitzchin, su mamá le decía Toto, Culti, o Quitzi, por simple facilidad. ¿Y Tlahuizcalpantecuhtli? Evidentemente no le llamaban así de chamaco para que, por enésima ocasión, dejara de apedrear quetzales y se metiera a bañar. Por otro lado estaremos de acuerdo con que la tradición católica ha jugado su papel en la invención de los apodos: por ejemplo, Pepe, que se origina del uso de “José P.P.” para referirse al padre de Jesucristo; José Pater Putativus.
Debemos reconocer la utilidad de los apodos no sólo en su dimensión geográfica: por citar un ejemplo, mi cuate “El Bucareli” que se le conoce así porque está entre Juárez y Cuauhtémoc (cualquiera que se haya perdido en el centro de la CDMX, agradecerá esta referencia); también en su dimensión emocional: Recuerdo al “Jani” (suena así como los estadounidenses le dicen a su pareja), que se sentía tan a gusto cuando le decían “Jai Jani”, en vez de llamarlo por su nombre (éste lo deprimía): Janitzio; ahora en su dimensión descriptiva, si hablan de Conrado donde nadie lo conoce, cada quien se hará una idea de acuerdo con su experiencia personal; si en cambio alguien dice ¿conocen al “Prematuro”?, todos imaginarán a un individuo de aspecto fetal, o ¿se acuerdan del “Sinaloa”?, entonces sabremos que se habla de un manco. Me viene a la mente cuando mi hija me dijo haber invitado a la casa al “Marabunta”, supe que sería un chico que haría el relajo de 15 adolescentes juntos. Criticar el uso de apodos raya en el puritanismo, y genera ambigüedad y confusión... ¿Cómo imagina usted al “Guapésimo”?
Valerse de un apodo también puede traducirse en simplificación administrativa. Cambiarse el nombre no es cualquier cosa. Recuerdo a mi vecino Ramberto, que cuando le preguntó a su mamá por qué le había puesto así, ya que todos lo molestaban en la escuela, le contestó: “Pa’ que veas lo que se siente”. ¿Acaso no es una bendición que pueda mitigar el sufrimiento mediante un sobrenombre, sin perder meses en el registro civil?
En incontables casos el apodo predomina ante el nombre. Un amigo, cuando entró a sus estudios superiores de cine y les pidieron presentarse ante el grupo, dijo: “Me llamo José, pero nunca Pepe, por favor”. Hoy es “El Nuncapepe”. En fin, que si antes me conflictuaba que me dijeran “Chango”, hoy en día lo veo muy práctico, así no tengo que indicar que Helguera se escribe con “H” y con “u” después de la “g”. Incluso es más auténtico, pues queda en claro mi papel evolutivo sin pretender esconderlo con el nombre propio de una deidad, como Odín, Venus, Zeus o Coyolxauhqui, a menos, claro, que yo fuese como aquellos que sí pertenecen a una estirpe divina.
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