La inteligencia superior existe. Mefis era la prueba viviente.
Ayer quedé de ver a Gabriel en el paradero del Seguro Social de Plan de Ayala, en la acera frente al bloque de edificios de la institución. Me encontraba a 10 metros del puente peatonal ya que, después de tres llamadas en las que logré escuchar nada de lo que me dijo, deduje que estaba en el ingreso al edificio de atención a público. Grité “Estoy a la bajada del puente” con esperanzas de que me oyera. En la espera leí los letreros de los locales, para recordarlos por si se ocupa. Esta es una práctica muy útil que tengo hace años, que me sirve para pretender que no estoy perdiendo el tiempo, pues al final nunca me acuerdo de los comercios, aunque los necesite.
Una señora muy mayor de edad y muy menor de estatura, veía desconfiada un concurso de baile en la televisión tras la vitrina. Caminando por la banqueta dentro del río de gente, se le acercó un perro callejero y bien alimentado, que la olisqueo. Ella lo alejó con la rodilla por mugroso. El perro, al echarse atrás, asustó a un hombre que le dio un puntapié en las costillas, antes de seguir su camino. El perro, fastidiado, caminó y se detuvo a unos pasos del puente, al borde de la banqueta, con intenciones de cruzar la avenida. Se sentó pareciendo analizar el recorrido.
Primero habría de bajar la banqueta, cruzar un carril con autos parados en zona prohibida, y tres más con autos embistiendo por la izquierda. Después tendría que subir de un brinco al alto camellón y cruzarlo entre plantas y basura, luego bajar de otro brinco al carril de alta, con los coches por la derecha dos carriles más. Otros dos carriles llenos de autos detenidos que no dejan pasar. Finalmente, la banqueta con muchos puestos de comida. Las personas cruzaban en diagonal también.
Él y yo estuvimos unos minutos sin movernos de nuestros respectivos lugares, y pudimos ver a una señora con dos niños, casi atropellados por un pesero. Escuchamos un taxi rechinar, quedando a nada del auto ante él, que había frenado en seco para dar paso a tres chicas bonitas. Nos deleitamos con dos niños cruzando en direcciones contrarias, provocando el volantazo espectacular de un hábil automovilista. Era una plaza de toreros improvisados y sin capa, burlando toros mecánicos, al compás de una sinfonía de mentadas de madre como fondo musical.
El perro (otra vez fastidiado) volteó hacia la escalera del puente a tres pasos. Alargó la nariz con extrañeza, como si el puente acabara de llegar, y después de oler se giró hacia mí: algo me quería compartir con la mirada. Levantó el trasero, caminó un poco, y comenzó el ascenso sobre la escalera que lo llevaría a la parte alta de un puente desierto. Observé al perro, seguro de sí mismo, caminando al otro extremo y bajó la segunda escalera directo a la zona de alimentos.
Me sorprendió Gabriel parado a mi lado, divertido de que no lo había visto llegar. Sin mucho preámbulo y con ganas de irnos de ese lugar, cambiamos algunos documentos y nos despedimos. Pude ver cómo él se alejaba, atravesando la calle de forma que un leve titubeo lo hubiera hecho terminar bajo de las llantas de uno de esos bólidos que le pitaban con desesperación. Cuando trepó al camellón se detuvo para chiflarles. Luego se perdió entre las ramas para brincar intrépidamente al otro lado y desaparecer de mi vista (aún estoy con el pendiente de que haya logrado cruzar entero). Creo que al final, morir así será mejor que morir postrado por un virus.
Alcé los ojos y vi que, por el puente vacío, regresaba el perro a sus anchas, sonriente, con una buena pieza de costilla en el hocico. Bajó la escalera y pasó a mi lado sin despedirse, como si no nos conociéramos. Las cosas estaban bastante claras, pero me surgió una duda:
¿Acaso los puentes peatonales son seres que sólo un perro (y alguien privilegiado como yo) puede ver?
¿O la gente piensa que son esculturas que adornan la ciudad? Estoy seguro de algo: nuestro amigo el perro, eso era lo que quería compartir cuando me volteó a ver.
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